Cuando se habla de la relación del ser humano con la tierra y la naturaleza, suele aparecer como elemento inspirador del conservadurismo el célebre discurso que el jefe Seattle pronunció ante el delegado gubernamental de los Estados Unidos que en 1854 había sido comisionado para comprar las tierras de los indios.
No se trata pues, como se ha extendido, de una carta escrita al presidente norteamericano, y ni siquiera el texto divulgado coincide con la disertación real del gran jefe, pero sí está inspirado en ella, aunque a muchos defraudará saber que el bello documento que pasa de mano en mano fue escrito en 1970 por el guionista Ted Perry para la película Home.
Como afirma Luko Hilje, profesor emérito del Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza de Costa Rica en la Revista de Ciencias Ambientales (enero-junio, 2021), la intención de Perry no fue crear una farsa y es cierto que su texto está inspirado en el discurso de 1854 y comparte con este el lirismo en las formas y el amor a la tierra en el contenido.
Añade Hilje que lo esencial, al margen de la involuntaria confusión provocada, es el mensaje conservacionista que se deriva de la primigenia relación entre el hombre y la tierra propio de la cosmovisión indígena, que debe servirnos “como inspiración y guía para las luchas por la protección de los preciados y tan amenazados recursos naturales que hacen posible la vida en nuestro planeta”.
La poética y las metáforas siguen siendo ese instrumento inspirador tan útil al propósito naturalista y, contrariamente a lo que pudiera parecer, ninguna está reñida con la ciencia y el análisis técnico del papel que el suelo representa para nuestra supervivencia y la delicada situación en que se encuentra.
Expertos en gestión del suelo no dudan en decir que si el globo terráqueo fuese una manzana, la corteza terrestre equivaldría a la piel de esta, así de fina y frágil se nos ofrece; también se suele comparar con una capa de pintura o la cáscara de un huevo. Poco más gráfico se podría ser.
Sea por vía de las emociones o por vía del conocimiento, lo cierto es que existe la convicción de que esa capa tan delgada de la que depende el 95 % de nuestra alimentación, según la FAO (Soils, where food begins: how can soils continue to sustain the growing need for food production in the current fertilizer crisis?, 2023), está sometida a un importante proceso de degradación que pone en riesgo la seguridad alimentaria, en términos de abastecimiento, mundial.
De acuerdo con este organismo internacional, un tercio de los suelos está degradado en alguna medida, bien sea por erosión, por pérdida de carbono orgánico o biodiversidad, por salinización, acidificación, compactación o por desequilibrio de nutrientes, entre otros motivos.
El gran problema es que esos suelos sobre los que nos afirmamos física y biológicamente se hicieron amables para la vida durante cientos, miles o millones de años y se pueden degradar en unos pocos lustros o menos si el uso que se hace de ellos no es sostenible, las condiciones climáticas se presentan adversas o la biodiversidad se diluye por cualesquiera sean las causas.
Y todo eso está sucediendo, de forma simultánea y probablemente retroalimentada, en el momento histórico en el que nos encontramos. Si añadimos a la ecuación el aumento de la población, que como no se cansan de decirnos se acerca con ritmo de liebre asustada a los 9000 millones de habitantes, la tormenta perfecta se atisba en el horizonte con el perfil cóncavo de una bodega en la que parece que nos adentramos adentrarnos.
A escala humana, el suelo es un recurso de renovación difícil y compleja y la “alimentación asistida” y los “cuidados paliativos” que la ciencia del siglo XX puso a nuestra disposición no son respuesta suficiente ni óptima para las necesidades del siglo XXI, que requieren una doble vía de atención: la emocional, para extender la empatía con el entorno, y la tecnológica, para encontrar soluciones basadas en esa empatía y no en el mero prurito productivista que nos caracteriza y cuya huella ya sobrepasa la capacidad de la tierra para soplar sobre ella y hacerla desaparecer.
No cabe duda de que la mirada social es cada vez más consciente y comprometida con esta piel de manzana sobre la que vivimos. El efecto hace tiempo que se ha dejado ver sobre las políticas de medioambiente, tan transversales y omnipresentes hoy en día, sobre la legislación, sobre las orientaciones empresariales, los hábitos de consumo y tantos otros campos de acción humana.
Tampoco hay que recelar sobre la capacidad de la ciencia para encontrar caminos viables y de la tecnología para acelerar soluciones que, eso sí, son cada vez más perentorias. Si estamos siendo capaces cerrar el agujero de la capa de ozono, por qué no hemos de serlo para cicatrizar cualquier otra herida medioambiental. Hay quien afirma que existe todo un arsenal disponible, por ejemplo, en el terreno de la biología molecular, que está en camino de ofrecer a los cuidadores del suelo herramientas de ingeniería metabólica contra la contaminación o bacterias fijadoras de nitrógeno, entre otras vías de escape.
La cuestión es, quizá, cuánto tiempo disponible hay antes de que la sobreexplotación de los suelos pueda llevarlos al colapso, y con ellos a buena parte de la población. Por eso es necesario pisar el acelerador, lo que significa, en primer lugar, revisar los procesos agrícolas, industriales, logísticos y de consumo que contribuyan a la degradación de la superficie terrestre. Suprimir o corregir los que sean fundamentalmente nocivos y no ineludibles debería estar entre los objetivos.
Esto no basta, sin embargo, para solucionar el problema de su deterioro. En todo caso, le pone freno, pero la demanda creciente de alimentos y servicios ambientales de la población seguirá presionando a los ecosistemas. Además, existe de partida un saldo ecológico negativo que obliga a incrementar la entrada de “moneda” saludable para equilibrar el balance.
Es aquí donde las prácticas no solo de conservación del suelo, sino regenerativas, son de imperiosa implantación, porque la fertilidad de la tierra es una carrera de fondo y no un esprint de cosecha a cosecha.
Por cierto, tampoco depende exclusivamente de la práctica agraria, aunque esta sea la materia que nos ocupa, sino que está asimismo condicionada por el resto de las actividades humanas.
…Y por la forma de entender la relación entre la tierra y sus pobladores, que es, a la postre, la que va a dirigir la acción agronómica, científica y tecnológica. Puede que no esté de más, en este sentido. volver a escuchar al jefe Seattle y dejarnos arrobar por esa lírica de la cosmogonía india.