CRISPR es una tecnología descubierta a partir de la supervivencia de unas bacterias en espacio salino, nacida gracias a la curiosidad de un genio, desarrollada por la capacidad visionaria de dos mujeres, transferida por la apuesta de las multinacionales, explicada por todos los medios, debatida en todos los foros y discutida por todos los que ahora no saben cómo rebautizarla… en pocas palabras, un maravilloso lío que voy a intentar explicar.
Hace doce años empezó la revolución de la nueva técnica de edición genética. El mundo estaba a punto de descubrir que en las salinas de Santa Pola unas bacterias capaces de sobrevivir en condiciones de salinidad extremas (las bacterias halófilas) iban a ser la clave de una interesante investigación que llevaba entre manos Francisco Juan Martínez Mojica, catedrático de microbiología de la Universidad de Alicante. Francis Mojica descubrió que estos microorganismos, que son capaces de sobrevivir en un entorno extremadamente salino, cuentan con su propia “vacuna genética”, que no es otra cosa que su propio segmento de ADN con información almacenada sobre virus que les permite defenderse de ataques víricos posteriores. El descubrimiento de este “sistema inmune propio”, al que bautizó con el acrónimo CRISPR desató una gran revolución tras una larga guerra contra los transgénicos que marcaron toda una generación. Mojica pasó a la historia, pero como buen científico no profundizó en las salidas empresariales que el nuevo descubrimiento abría ante él, algo que sí se plantearon dos mujeres que entendieron que con el desarrollo de esta tecnología podrían llegar muy lejos… y así fue. Profesional, empresarial y reputacionalmente Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier, consagraron el descubrimiento y en poco tiempo recogieron el Premio Nobel de Química. ¡Ahí es nada!
En ese momento quedaba claro que el investigador de Alicante había dado en el clavo… y, personalmente, opino que fue una lástima que en España no supiéramos aprovechar la oportunidad que se nos brindaba y que fueran las grandes marcas multinacionales las que olfatearon con atino el negocio. No es de extrañar que, en poco tiempo ya existía CRISPR Therapeutics, empresa fundada por la propia Emmanuele Charpentier y una prestigiosa empresa alemana para trabajar en el campo de medicina humana y, más concretamente, en el amplio espectro de las enfermedades congénitas y el cáncer. Y ¡todo sea dicho! benditas sean las salinas de Santa Pola y la multinacional germana si salva una sola vida con eso.
Pero hoy, aquí y ahora la pregunta que yo me planteo no se centra en la medicina humana, sino en ¿cómo podrá CRISPR afectar al futuro de los cultivos para consumo humano y animal? Y a mi entender podrá hacerlo de varias maneras… y me gustaría recalcar que cuando uso el verbo en futuro es intencionadamente porque en estos momentos la mayor parte de los proyectos que se están desarrollando con éxito con esta tecnología siguen en laboratorio, con alguna grata excepción, aunque se haya escrito mucho de ello.
La primera posible consecuencia que tendrá CRISPR en los cultivos será ABARATARLOS y SIMPLICARLOS. Y también me explico…
CRISPR puede reducir el coste de los procesos de edición genética, porque todos los investigadores coinciden en señalar que esta tecnología es más sencilla de aplicar y por ende más barata. Evidentemente este abaratamiento tendrá que ir acompañado de una revolución paralela… la del campo, que cada vez será más tecnificado, digitalizado y mecanizado. La imagen romántica del agricultor madrugando al sol con su gorra de paja y “doblando el lomo” será propia de otros tiempos, tiempos de los que debemos recordar que esa fue la generación que nos enseñó la calidad del trabajo y los valores del sector, pero ahora llega la agricultura de la precisión, la investigación y la formación. Todo será más fácil, pero antes habrá que aprender a aplicarlo… y CRISPR ha nacido para esa generación.
LLuis Montoliu, investigador del Centro de Nacional de Biotecnología, define esta tecnología como “sencilla y barata”. Antonio Granell, profesor del CSIC en el Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas, manifiesta en diferentes artículos que ha consultado sobre esta tecnología que “es una continuación de los procedimientos de mejora tradicionales”.
Y el Ingeniero Agrónomo y agente de innovación de AVA, que además ha recibido una beca de la Cátedra Cambio Climático para estudiar el efecto de sequía y salinidad en los principales cultivos, Carlos Montesinos concluye…. “que aunque para la selección de las plantas editadas se siguen utilizando genes de resistencia a antibióticos, hay mecanismos eficientes para eliminarlos y que no pasen al medio; y segundo, con los transgénicos utilizados hasta la fecha no podíamos controlar el lugar exacto en el que se producía la mutación, y ahora sí… por eso el resultado final no difiere en nada de una mutación natural”.
Esto debería ser el fin de la guerra de los transgénicos porque ya no es TRANSFORMACIÓN genética, sino EDICIÓN genética. Los laboratorios ya no cruzan genes de especies, solo mejoran genes de la misma especie. Eso nos puede permitir adaptar especies al cambio climático, hacer que los cultivos sean más resistentes a la sequía de forma rápida, conseguir superproducciones para acabar con la hambruna, adaptar especies a ataques de plagas emergentes, repoblar desiertos, recuperar especies… y un sinfín de cosas más que soy incapaz de imaginar porque no soy Julio Verne (aunque si me pongo a soñar quien sabe…).
Solo encuentro una dificultad… y es la de siempre: LEGISLACIÓN Y BUROCRACIA. En Estados Unidos ya han empezado a regular estas cuestiones y he podido contrastar que tienen una norma sobre un tipo de champiñones que alargan su vida útil bastante más de lo normal. Pero la vieja Europa va lenta, pesada, despacio… como las cosas de Palacio. Espero que en este tema despierten pronto porque si los buitres carroñeros despiertan antes que los legisladores lo que podría ser una oportunidad de oro para hacer del mundo un paraíso volverá a convertirse en el tablero de juegos de los de siempre.